“La tierra que dejaste”
Hace treinta años la tierra era un paisaje que miraba a
través de la ventana del coche, cuando mis padres me llevaban de viaje.
Nací junto al mar y eso
interrumpió conocer el verde, los marrones, los……., tantos y tantos colores.
Mis evasiones eran
mirando el mar, sol cegador, azul o verde, gris, según al mar le apeteciera el
color.
En invierno frente al
mar, escuchar a Serrat cantando Mediterráneo era el mayor de mis placeres.
Una mañana, alguien que
en un futuro sería una de las personas más amables y queridas que pasarían por
mi vida, me mostró el resto de colores del mundo. Dos mil metros cuadrados de
tierra, naranjos, limoneros, una palmera, granados…., una vieja casa y al fondo
una balsa vieja y llena de agua sucia.
Jamás pensé que tan
pocos metros cuadrados pudieran llenar tanto mi vida.
Por aquel entonces, esa
gran persona cuidaba y mantenía a su familia, no sé si fue de la mejor forma,
pero sí lo hizo lo mejor posible, nadie le había enseñado a ser padre, ni
marido, tan sólo era hijo, hijo de una gran señora viuda, de ahí las ganas de
crear una gran familia, y lo consiguió.
La vida hizo que me
tropezara con alguien muy cercano a él, alguien que en el futuro sería la imagen
de su creador, su hijo mayor, sin saberlo heredaría los gustos y parte de su
sabiduría, y como cualquier hijo que se parece a su padre, orgulloso de ello
está.
Rodeada de las mejores
personas, esos dos mil metros dieron los frutos de treinta años, primero había
que crear un hogar, aunque ya estaba creado en pocos años llegarían más
personas, ninguno de nosotros sabíamos cuantos vendrían, fueron muchos, y
mientras todo se organizaba, ladrillos, cemento, hormigón, pinturas, cables…..
se formaban parejas, primero novios, mas tarde matrimonios, en poco tiempo
varias parejas con niños pequeños, los primeros fueron mis hijos.
Ellos crecían y a la vez
los árboles daban sus frutos, la primavera era lo más bonito a la vista, flores
de todas las clases, jazmines, rosas, margaritas….. el aroma del azahar, la
mezcla de aromas. Con los ojos cerrados podía identificar en que parte de esos
dos mil metros me encontraba.
Tanto a él como a mí, el
mar era nuestra pasión, navegó y navegó, y la tierra lo atrajo hasta hacerse
con él. Sacó de mí el amor por la naturaleza, me enseñó a plantar semillas, a
tener la paciencia suficiente para verlas florecer, a inundar de agua los
árboles, a pisar el barro, a disfrutar con las manos heladas de frío, mientras
removíamos la tierra.
Por cada nacimiento se
plantó un árbol, los cuidamos como si de nuestros hijos se trataran, los amamos
y los quisimos viéndolos crecer.
Por el paso de los años,
árboles viejos se marchitaron y nuevos florecieron, como las personas de
nuestra familia, algunos se marcharon y nuevos hijos llegaron. Aprendí a querer
cada nueva hoja, cada tallo nuevo, a querer a cada persona, a amar, a su forma,
a la mía.
Ese trozo de tierra me mostró
las habilidades, me indicó el camino que debía llevar, me dejó ver lo
maravilloso de compartir, crear, respetar, de saber esperar, de amar.
Esos dos mil metros llenaron treinta años de mi vida, compartidos
con los seres queridos, los que están, los que siguen sin presencia. Allí en
esos pocos metros los recuerdos de tantos momentos vividos, cada palabra que
dedique a esa tierra, pequeña será.
Tuve la oportunidad de
practicar las enseñanzas, interrumpidas de momento, aunque pronto con ilusión,
y con ese amor que heredé de los mejores, volverá a florecer a crecer, mientras
seguiré echando agua, cortaré cada hoja seca, admiraré como crecen y se secan,
desde mi balcón de lejos cerraré los ojos y mi cuerpo estará allí en el centro
de esos metros, esos metros de tierra que siendo tan pocos han dejado tanta
huella.
A mi tierra, a esa
tierra dónde mis hijos crecieron, soñaron, lloraron y rieron, con abrazos y
besos, como a mí me gusta, como a él le hubiera gustado vernos.
A él, “te recuerdo para
no olvidarte”.
Conchi JO.